Mauricio Pizard, texto introductorio al libro OLLAS, Garage Gourmet, 2020.
La olla es parte de nuestro patrimonio cultural, una herencia que pertenece a la humanidad toda, pues surge simultáneamente en distintos asentamientos humanos neolíticos y ha sido desarrollada a lo largo de la historia por cada comunidad. Junto con otras manifestaciones culturales, las comidas de olla conforman la identidad de cada pueblo, con ingredientes, métodos y procedimientos particulares que se transmiten de generación en generación.
Originalmente moldeada y forjada a mano, la olla, un producto cultural, es lo que permite convivir a dos elementos naturales contrarios —el fuego y el agua—, aprovechando el calor de la llama para cocinar de forma indirecta un alimento sumergido en líquido. Una cocción que vuelve comestibles ciertos alimentos que antes no lo eran. Es un artefacto cultural —primario, porque se utiliza para crear otros artefactos culturales, como las recetas— y a la vez una tecnología —porque comprende un conjunto de conocimientos y procedimientos propios de las distintas técnicas de cocción en ollas.
Pero hervir los alimentos también tiene otras connotaciones. Dice Michael Pollan: «La olla tapada —para conservar la humedad y el calor para el largo trayecto— simboliza la modestia y la economía de ese tipo de cocina. Comparado con ella, asar un enorme trozo de carne al fuego parece una extravagancia, una forma de exhibir llamativamente la riqueza personal»1. Entonces asar es ostentar y alardear, mientras que hervir es ocultar con humildad y modestia. En este sentido viene a cuento —ligado al uso de cortes de carne de segunda o tercera calidad, raíces y cereales de bajo costo— que la comida de olla suela asociarse con las clases humildes y de origen pobre. En el Río de la Plata se han usado peyorativamente los términos «rasca olla» y «come guiso» para referirse a miembros de las clases sociales menos favorecidas. Asimismo, y desde el otro sentido, se utiliza «alto guiso» como sinónimo de algo costoso, igualando la gran comida de olla que se podría cocinar con igual cantidad de dinero.
Por otro lado, la olla popular —una iniciativa solidaria que nace en emergencia social por una crisis económica— toma la olla como instrumento y representación de la ayuda social comunitaria y fraterna, surgida en barrios marginales donde la ayuda alimentaria se hace necesaria. En el Cono Sur, en la década de 1970 —con la implantación del sistema neoliberal y la institucionalidad de la dictadura militar— la olla popular se instalaba de forma espontánea a raíz de conflictos laborales; pero fue durante las crisis financieras del segundo milenio cuando se afincó definitivamente en los barrios más carenciados, sustituyendo el perfil sindical inicial por un carácter netamente barrial. La olla popular se transformó, pero siempre fueron los mismos miembros de la comunidad los que crearon estas instancias de participación y ayuda, mediante donaciones, colectas y recolecciones para satisfacer la necesidad más básica: el hambre. Entonces la olla se presenta también como herramienta de fuerte carácter social y como símbolo de resistencia y organización de subsistencia.
Pero esta no es la única dimensión política de la olla; también ha desempeñado un papel reivindicador, al convertirse en instrumento de protesta por medio del cacerolazo. Golpear fuerte, sonora y consecutivamente por afuera el fondo de una olla vacía desde la ventana o el balcón ha sido la forma de rechazar el régimen y/o las distintas medidas gubernamentales de los diferentes colectivos o grupos sociales —sin necesidad de reunirse o manifestarse en el espacio público—, por ejemplo, los cacerolazos llevados a cabo en los países del Cono Sur durante las dictaduras cívico-militares. La protesta democrática se introduce en el hogar y el mundo privado se revela al descontextualizar la olla.
Se puede decir que la olla representa lo íntimo, lo cubierto, lo protegido, lo humilde y lo privado, pero también lo abundante, lo que se comparte, lo que se descubre y sale desde el interior doméstico. Asimismo, una olla humeante simboliza la calidez del hogar y el poder sanador de la comida caliente, calórica y poderosa. A la sopa se le han atribuido distintas funciones —reales y mágicas— como calmar el hambre, llenar el estómago y estimular la digestión; templar el cuerpo, curar resfriados y dolencias menores; fortalecer el organismo, facilitar el sueño y contrarrestar males del corazón. Según uno de los principios del pensamiento sobre los que se basa la magia simpatética, existe una ley de semejanza que fundamenta una magia homeopática o imitativa: lo semejante produce lo semejante2; de ahí que un alimento poderoso produzca poder o energía en el individuo que lo come y un caldo casero —y toda la comida de olla— nos cure las dolencias físicas y anímicas. Aparece una función afectiva y una dimensión mágica de la olla.
La olla en el imaginario colectivo ha tenido también un papel protagónico. Es posible rastrear calderos y ollas en las distintas mitologías y literaturas del mundo: el caldero ritual de Gundestrup hecho enteramente en plata, el caldero regenerador del druida Dagda de los celtas, el caldero de la Inspiración y la Sabiduría de la diosa blanca Ceridwen, la olla de aceite hirviendo donde quisieron martirizar pero en cambio rejuvenecieron a San Juan Evangelista, la olla llena de monedas de oro que Leprechaun esconde al final del arcoíris, el caldero mágico del rey Arturo que proporcionaba comida en abundancia, todas las ollas usadas por los chamanes y las brujas o el caldero de la vida eterna. La olla es caldero mágico, pero también cáliz sagrado, mortero alquímico, receptáculo de energía lunar, útero y caverna de Gaia, deidad femenina en sí misma3.
Este imaginario de la olla dadora de vida se ha visto alimentado también por el mundo científico. El caldo primigenio, el caldo primitivo, el caldo primario, la sopa prebiótica, la sopa nutricia o el caldo de la vida es una metáfora que se utiliza para ilustrar la hipótesis del origen de la vida en nuestro planeta. El concepto —postulado por el bioquímico ruso Alexander Oparin en 1924— supone que el nacimiento de la vida se debe a la evolución química gradual a partir de moléculas de carbono en un líquido rico en compuestos orgánicos expuesto a rayos ultravioletas del sol y energía eléctrica. Este rico líquido fue el que propició la abiogénesis, o sea, el surgimiento de la vida a partir de la no existencia de la misma. Una suerte de fenómeno mágico o milagroso.
La olla es una superficie4 y una frontera5 que une y separa un mundo de otro, y que les permite interactuar. El agua —que nos dio vida— y el fuego —que nos dio humanidad. Ese fuego sagrado que nos fue dado por Prometeo; un fuego al que se le rindió homenaje desde tiempos primitivos, cuando sirvió de protección, abrigo y alimento, aunque ahora sea algo tan natural, casi invisible. Ese contacto entre un mundo y otro posibilita que un tercer elemento —el alimento sumergido en el agua— se transforme, cambie para siempre, se vuelva mejor.
Por otra parte, y para redondear —valga la redundancia—, desde el punto de vista semiótico el círculo —la forma perfecta en innumerables culturas— simboliza la unidad absoluta y la reunión en torno al centro: la Rueda de la Vida6 que hace girar al universo entero para el budismo o la energía creadora de los planetas en la danza mística de los derviches giradores del sufismo7. El redondel es el antiguo templo donde el hombre sueña y crea a otro hombre8. En el círculo también hay homogeneidad, ausencia de distinción o división. Una sucesión constante e invariable: el huevo cósmico que todo lo contiene y el uroboro que come su propia cola, el Alfa y el Omega unidos. Planetas, células y electrones. Y realmente la olla representa y reproduce este gran poder reunitivo, una fuerza centrípeta como ninguna otra cocina. La olla nos congrega a su alrededor.
Notas: 1) Michael Pollan, Cocinar: Una historia natural de la transformación, 2013.
2) James George Frazer, La Rama Dorada, 1890.
3) La idea de una deidad femenina superior —diosa blanca— a la que las primitivas sociedades matriarcales le rendían culto y que luego fuese eliminada y sustituida a fines del minoico por las estructuras mitológicas patriarcales de las culturas clásicas fue desarrollada por Robert Graves en La Diosa Blanca (1948).
4) Una superficie física es el límite de un medio continuo en contacto con otro medio de propiedades físicas diferenciadas. Es una región en el espacio o una interfase que separa dos fases de propiedades diferentes.
5) Una frontera territorial es un límite que separa dos regiones. Pero también es una zona de tránsito entre una y otra.
6) La Rueda de la Vida o Saṃsāra es el ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación en las tradiciones filosóficas de la India como el hinduismo, el budismo, el jainismo o el sijismo, y también en otras como el gnosticismo, los Rosacruces y otras religiones filosóficas antiguas del mundo.
7) El sufismo es el aspecto místico del islam, es considerado una espiritualidad o filosofía más allá de la propia religión y ha sido expuesto principalmente por sus célebres poetas. Los derviches giradores —de la Orden Mavleví— son conocidos por su ceremonia de danza-meditación llamada Sama, en donde los miembros giran sobre sí mismos.
8) Según el relato fantástico de Jorge Luis Borges, Las Ruinas Circulares, 1940.