por Mauricio Pizard
Es la primera vez que nos vemos y ya me recibe diciendo que estoy en mi propia casa, que tengo permiso para hacer lo que guste, que soy libre de ir y venir cuanto quiera.
Con generosidad y simpatía me saluda -como si nos conociéramos desde hace años- Isabella Aquilina, una joven y menuda mujer de mundo, sencilla, enérgica y sonriente.
Isabella es brasileña de nacimiento pero en sus venas –y en sus relatos- corre sangre libanesa. Desde pequeña vive en Punta del Este, donde sus padres eligieron para escapar de la locura de San Pablo. “Mis papás se mudaron hace 35 años a San Pablo, pero en un momento mi padre quiso paz y alguien le dijo que viniera a Uruguay. Ahí nos mudamos al campo en Maldonado. Mientras estaban construyendo la casa, alquilaron una casita en Manantiales, que hoy en día es La Linda”.
La Linda en Manantiales abrió en 2011, y desde hace menos de un año hizo lo mismo en Carrasco. El nombre y el logo se inspiran en un busto de mármol antiguo que su madre le compró en una casa de antigüedades cuando tenía 9 años.
«Mi madre compraba antigüedades todo el tiempo. Un día la acompañé, la elegí a ella y me la dio. -¿Qué nombre le vas a poner?- me dijo y respondí –es linda, le voy a poner La Linda-«.
La Linda de Manantiales es un gran prisma de hormigón armado, obra del arquitecto contemporáneo Peruchena, minimalista, con grandes ventanales y maderas blancas.
Como contrapunto, La Linda de Carrasco es una casona antigua, de estilo colonial españolizante diseñada por Capurro, de valor patrimonial pero que sufrió años de abandono. El ambiente es cálido y familiar, con una pátina nostálgica de un lujo de otra época –como la arcada con piso en damero, o las grandes piedras que cubren gran parte del patio-. Un ala nueva, contundente y contemporánea se abre con vidrio hacia el patio mostrando los hornos y las mesas de amasado. Una cocina transparente que deja ver al único gran protagonista: el pan.
Transmite entusiasmo cuando habla del pan: “cada cultura tiene su propio pan y su versión de hacerlo. Voy aprendiendo todos los días. Hace un tiempo fui con mi novio a un lugarcito en las montañas en el Líbano y encontramos a una señora que lo hacía en el piso. Me hablaba en árabe y no podía entender. No hablo árabe, pero mi novio sí, es libanés armenio. Tampoco le entendía, no podía traducirme porque tenía palabras específicas para su tipo de panadería, habían inventado un lenguaje”.
Su vínculo con la gastronomía comenzó antes de haber nacido. Su mamá tenía un restaurante libanés –muy exitoso- en San Pablo, que debió cerrar cuando los tres hijos comenzaron a demandar mayor atención.
“Preparaba todo casero y recuerdo que a los 5 años la ayudaba. Se llenaba de libaneses y no libaneses. Recuerdo que todo los sábados iba Pelé, se sentaba solo y se pedía un gran plato de ´Sfiha´. Se comía las 25 una tras otra. Increíble!”
Tras risas y anécdotas me cuenta que las sfihas -como unas pizzas pequeñas de carne picada especiada, especie de Lehmeyún (Lahmacun)- son uno de sus platos preferidos de la cocina libanesa. Otro es el ´Koussa mechwi´. “Imagínate que a un zuchini le sacas la parte interior y lo rellenas con carne molida, arroz y cabellos de ángel cortaditos. Le pones salsa de tomate y al horno”, suena tentador y se ve increíble en una foto que encuentra en su celular. La cocina libanesa es una cocina especiada y colorida, con lo mejor de la gastronomía turca, la árabe y algo de la francesa -Líbano estuvo bajo el mandato francés luego de la caída del Imperio Otomano en la WWI. Isabella me cuenta sobre Beirut, me muestra platos y me los escribe por obvias razones.
Nos entusiasmamos hablando de comida y llegamos a Ottolenghi. Isabella cuenta que vive frente a su restaurant en Londres. Vive la mitad del año en Uruguay y la otra mitad del año en UK. Entre medio se reparte para ver a su padre en Grecia y a su novio en Líbano. Viaja todo el tiempo y la cocina es parte de su móvil: “el año pasado me traje 4 kilos de Za´atar en la valija. No sé cómo lo hice. Desde el Líbano me fui a Londres, de Londres a Buenos Aires y de ahí a Montevideo. Sólo al final me preguntaron en el aeropuerto si traía comida. – un vinito respondí, y pasé-. Por suerte no pasó nada, una locura, parecía marihuana”.
Volvemos a Ottolenghi, cuenta que en su pequeño local hay una mesa para 12 personas y que en el mostrador todo se dispone en altura. La gente hace colas para comprar comida de un gran mismo plato. “Una maravilla”. Cuando la cocina es buena, no importa el resto. Miramos fotos y me sugiere perfiles de instagram y hasta una banda de música libanesa contemporánea: Mashrou´ Leia. Acabo de googlearlos y el primer video sugerido por Youtube ‘Raksit Leila’ muestra a los integrantes de la banda cocinando divertidamente. ¿Coincidencia? No lo creo.